Si alguien la
observaba, ella no era consciente, o quizá no quería serlo. Se
dejaba llevar por una melodía que simplemente era la dueña de que
sus miembros decidieran moverse. ¿Un tango, tal vez, un vals, o
quizá el suave y sensual susurro del pasodoble? Cuando la melodía
sonaba, ella continuaba danzando, ni el más bello cisne hubiera
hecho sombra a su majestuosidad. ¿Podría explicar por qué
bailaba?, ¿puede acaso un ruiseñor explicar por qué canta?... Por
el mismo hecho que respiraba, la música, el baile era su constante
vital. Y se movía, giraba su cuerpo, como los girasoles se revelaban
contra el sol. Seguía bailando, el aroma del brandy la embriagaba,
estaba borracha del amor de un solo hombre. Y continuaba bailando
sola... sin ningún tipo de compañía aparente, porque si dejaba de
entregarse a la música, ya solo le quedaría el gélido y caprichoso
aliento de la soledad, su pentagrama quedaría vacío, dando paso al
reinado de un silencio interminable.
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