Cada hombre tiene un tesoro que lo está esperando
-Paulho Coelho-

sábado, 18 de octubre de 2014

Adhuc stantes

Los pasillos de mi instituto siempre han tenido una historia, desde el paso de una reina española hasta el helado hálito de un fantasma, o al menos eso dicen, yo personalmente jamás lo vi o noté ningún tipo de presencia esotérica.
Recuerdo que cuando entré allí por primera vez, mis ojos se fijaron directamente en el testigo de la muralla de mi ciudad que se "esconde" en el interior de sus puertas, fue algo que me hizo sonreír y quizá también fue la razón por la cuál respiré con un poco menos de dificultad. Cuando traspasé las puertas de ese centro que sería mi segunda casa durante seis años más, yo tenía once años, en agosto cumplía los doce, la edad del cambio. Estaba nerviosa porque todo el mundo solía decir aquello de:
- ¡Ya tienes once años! Entonces irás al instituto. Es un cambio muy grande, a los chicos que vienen del colegio les suele ir regular...

En ese momento, yo deseaba no encontrarme a nadie más por la calle, se me hacía un nudo en el estómago y me preguntaba por qué todo el mundo me decía lo mismo. 
Con esa triste imagen en la cabeza, traspasé las puertas de aquel centro. Recuerdo haber desviado mi vista hasta la pequeña puertecita que conecta la planta baja del mismo con el patio, me acerqué lentamente hasta los cristales, a ver qué podía observar, y si mi memoria no me falla las enredaderas que cubren la fachada interior del llamado (algo desafortunadamente) "patio de los locos" estaban en flor, como lo estarían siempre a principio y final de curso. Seguí a mi madre hasta otra puerta que llevaba a un pasillo iluminado con la luz blanquísima de una bombilla, allí dos puertas más esperaban para recibir a cuántos nuevos alumnos (o alumnos castigados) necesitaran algún tipo de ayuda. A la primera persona, profesora del centro, que vi por primera vez, fue a la actual directora. 
Muchos años han pasado ya, pero lo sigo recordando como el primer día, no dejaría en mucho tiempo de recorrer la gran escalera roja, o de perderme por aquel pasillo interior situado encima del claustro (aquel que lleva al salón de actos). 
Pues ayer fue su cumpleaños... sí, veinticinco años. Mi instituto tuvo la fortuna de cumplir sus "bodas de plata" y yo, acompañada de unas amigas, fui a soplar las velas. 
No obstante, a pesar de que hace ya tres años que no soy alumna del centro, entre discursos, notas musicales, el aroma del vino y las enredaderas en flor, me sentí como no hacía tanto, como una niña algo cohibida por su primer día de instituto, como una adolescente que había crecido entre aquellas paredes y como una chica que era asidua visitante. Y aquello, inevitablemente, me llevó al recuerdo, por mi memoria pasaron profesores y profesoras que habían sabido inculcarme su pasión por las asignaturas que impartían, compañeros y compañeras con los que había disfrutado muchísimo de charlas en el gimnasio o sentados en el bordillo de la fuente del patio, del test de Cooper que tantas veces me había hecho correr rodeando las columnas del claustro, las escaleras que casi todas las mañanas me llevaban a mi departamento de latín y griego en el que tantos buenos momentos pasé y aprendí cosas maravillosas... en fin, cada rincón del instituto pasó por mi mente, cada recóndito lugar por el que había estado... ¡cuánta añoranza! Sin embargo, esa nostalgia me llevó a estar feliz y a darme cuenta de todo lo que había pasado desde que hecha una niña comencé allí mis estudios hasta que los acabé, ya no tan niña, con una banda azul rodeándome los hombros. 
A ese centro, le debo muchas cosas, a esas paredes les debo la complicidad con los amigos, los primeros amores, los círculos cromáticos que repetí hasta la saciedad, las risas, los llantos... a ese lugar le debo, sobre todo, mi crecimiento como persona, mis ansias de aprender. Yo no sé si entre los alumnos convive el famoso fantasma (nunca tuve la ocasión de toparme con él) pero lo que sí sé es que ese centro vive, porque, como el corazón al cuerpo, muchísimos profesores y profesoras se han encargado de "bombear" la sangre que le da vida. Ellos son los que pacientemente guían a los alumnos hacia el aprendizaje, los que plantan en ellos una pequeña semilla que, en menor o mayor medida, crece, siempre crece, dando forma a un frondoso árbol o a un arbusto, pero siempre da sus frutos. 
Allí aprendí a amar la literatura y la fuerza de las mujeres con un cielo de mujer, creativa y apasionada. Allí me enteré de que existían los bocadillos de lentejas, "jóvenes y jóvenas", allí aprendí a mirar con detalle cada rincón de mi ciudad en busca de un pequeño "putti" o de retales de mitología, y eso que aquel profesor nunca me dio clase, pero supongo que ahí está la magia de la enseñanza. En ese lugar, aprendí a cantar, con dos maravillosas voces, los poemas del caminante que no tiene camino y de gitanos persiguiendo el brillo de la luna o de palmeras levantinas y "Alfonsinas" que se funden con el mar... fue allí donde Nietzsche me susurró que era dinamita (y lo más importante, aprendí a escribir su nombre que eso es una proeza, ya no pienso si la "t" va antes de la "z" o si la "s" se enredaba con la "e") o dudé de todo, hasta de la existencia de Descartes. En ese lugar aprendí inglés dividiendo mi cuaderno en tres partes, "gramática, ejercicios y vocabulario" y deseé durante cuatro años seguidos que ella me volviera a dar clase y no pudo ser, pero siempre nos quedaban los proyectos "desintegrados", no obstante, otros tres profesores más se encargarían de esa misma tarea con muy acertado tino. Allí dos "pilares" me enseñaron con diversión el mundo de las matemáticas. Allí me dejé llevar por la musicalidad de la lengua del amor... allí una divertidísima profesora me haría enamorarme de la biología, pero ni su alegre "señoreees..." me impediría acabar con mis amadas letras. También tuve un "cruel" desencanto con la física, aunque el acertado manejo de compás, escuadra y cartabón suplió mis equívocos con la tabla periódica (no obstante, un buen profesor supo muy bien ayudarme con ese tema), y cómo no, aquellos relojes en la esquina superior derecha de la pizarra que indicaban que nos íbamos a quedar un ratito más en clase por ser niños dóciles y buenos como ningunos. En aquel lugar, aprendí historia, contemporánea con diapositivas que tenían fotos y mapas, con retos de encontrar algún hecho histórico y ver quién se lo enviaba primero a nuestro profesor, con maravillosos apuntes acompañados de un "bon appetit", y española siempre yendo y viniendo hacia el mundo fascinante del flamenco. Allí, aprendí a fascinarme con la historia del arte de la mano de un personaje realmente divertido. En ese lugar, encontré mi vocación. Después de siempre decir: seré profesora de lengua y literatura, se me cambiaron todos los esquemas. Supongo que las "lenguas madres" me estaban esperando, supongo que sería una predestinación divina o una conjuración de astros que supo poner a aquel profesor en mi camino en el momento preciso y en el lugar indicado, supongo que sería el "latín por la jeró" o el " latín, si Dios quiere" el que marcaría mi camino. Y en aquel departamento aprendí... a ordenarme la cabeza, algo importante, pero sobre todo a crecer como persona, a creer en mi misma, a no enfadarme tanto cuando las cosas no me salen bien (¡mentira!, aún sigo enfadándome muchísimo), bueno por lo menos intento no hacerlo... Sí, allí aprendí mucho. Allí hice grandes amigos que aún perduran, pasé los mejores años de mi adolescencia y comprendí cuán hermosa era la vida y cuántas oportunidades nos ofrece. De allí me fui con maestros que se convirtieron en amigos, en segundas figuras paternales. 
Este escrito es para darles las gracias a todos aquellos maestros y maestras que han sabido y saben creer en sus alumnos, que han sabido enseñarles a regar su propia semilla para hacer que el árbol crezca más sano y rebosante de vida que nunca. Este escrito es para agradecer la dedicación y el esfuerzo de todos los profesores. Este no es el cumpleaños del instituto como edificio, es el cumpleaños de ese corazón que late, de todos y cada uno de esos docentes que han pasado por la puerta del instituto y han dejado en él algo de ellos mismos. Por ellos nuestro centro está "Adhuc stantes", todavía en pie. 
En particular, a todos los docentes del instituto de enseñanza secundaría Santa Isabel de Hungría en Jerez de la frontera, les doy las gracias por haberme dado ese impulso, por haber puesto a mi alcance conocimientos realmente maravillosos. Les doy las gracias a ellos y a los profesores que ya, desgraciadamente, no están entre nosotros, porque hacen que, cada día, la educación siga siendo un derecho, porque a pesar de la difícil situación actual siguen adelante y siguen amando su trabajo sin decaer en esa batalla de todos los días en las aulas. Esta humilde alumna os pide que nunca decaigáis, que ni siquiera puedo imaginarme cuán difícil debe ser muchas veces pero que sin vosotros no tendría lugar, sin vosotros el cambio no sería posible y aunque sea complicado, conseguís muchísimo. Mil gracias porque con todos y cada uno de vosotros y vosotras aprendí a vivir. Seguid llevando a cada alumno o alumna a su Ítaca.  
Educar es lo mismo
que poner motor a una barca…
hay que medir, pesar, equilibrar…
… y poner todo en marcha.

Para eso,
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino…
un poco de pirata…
un poco de poeta…
y un kilo y medio de paciencia
concentrada.

Pero es consolador soñar
mientras uno trabaja,
que ese barco, ese niño
irá muy lejos por el agua.

Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras
hacia puertos distantes,
hacia islas lejanas.

Soñar que cuando un día
esté durmiendo nuestra propia barca,
en barcos nuevos seguirá
nuestra bandera
enarbolada.

Gabriel Celaya. 

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